Por Lola Portela

 

Si el pueblo no vota la minoría gana. Es el peligro que se corre actualmente en Colombia. Y esa minoría hoy tiene más seguidores, más dinero, estrategia en medios y ya se sienten sus pasos, están pisando con fuerza. Ellos nunca han parado de trabajar por el sueño del «pueblo», según dicen. Ya están en el legislativo y trabajan, en equipo,  por llegar al ejecutivo, la Casa de Nariño es su meta.

Un pueblo dividido, fragmentado o polarizado democráticamente es ganancia para lograr propósitos políticos.

La historia así lo demuestra tanto en Europa, como en Latinoamérica.

La estrategia que no falla es contaminar. Sí, y dejar perfumado los espacios con el aroma de la corrupción. Esto conlleva a perder la confianza, la esperanza y el rumbo de un país.  Así se deslegitima la verdadera democracia. Vista y entendida como única  herramienta del pueblo que ELIGE: votando. Y es que la corrupción para algunos es ganancia. Es la oportunidad para ofertar  propuestas de igualdad y cambios a un pueblo, que ya no le cree a los de siempre. Lo estamos viviendo.

Lo que se avecina y veremos es la suma de unos cuantos votos, aumentados  mediante «alianzas» políticas y hasta pago de votos para que suba al poder la izquierda. Muchos analistas no lo creen. Por supuesto si pensamos en Gustavo Petro, les doy la razón: éste no subirá, Bogotá cobrará y esa deuda la tiene pendiente.

Sin embargo, hoy las elecciones 2018 humean a izquierda. Y mi humilde análisis es: todos divididos, la izquierda unida. Y el pueblo sin deseos de votar. Es bingo, lotería o como lo quieran llamar.

Odebrecht fue  la estrategia o estocada final; el pecado de la avaricia tentó a muchos, ya de por sí corruptos, porque la falta de principios no surge de la nada, viene de valores que se dan en la familia; se evidencia cuando le llegan a un «personaje» con cuentos chinos y dineros bajo la mesa y éste acepta.

Democráticamente hablando en Colombia hay más culpables que inocentes. Los últimos terminan como cómplices, porque  ni leen, ni se enteran, pero sí votan por su propio TLC (tamal, lechona o cemento). Será que son más o menos corruptos que los mal llamados «de cuello blanco». Juzguen ustedes. Yo digo: la ignorancia e indiferencia mata a un país.

Ahora bien, “que los votantes desafíen el statu quo no es exclusivo de Colombia”, dijo Michael Shifter, presidente de Inter-American Dialogue, un grupo de análisis político con sede en Washington. “Concuerda con un patrón que puede verse en Argentina, Brasil, Venezuela, México y otros países”.

Los dirigentes latinoamericanos le están poniendo mucha atención al ánimo cambiante de sus países. En Chile, por ejemplo, la presidenta Michelle Bachelet regresó al poder en 2013 por un amplio margen gracias a sus promesas de reducción de la desigualdad.

 

Sin embargo, Bachelet cambió el rumbo debido a la recesión económica y a un escándalo de corrupción en el que está involucrada su familia, y nombró a un ministro de Finanzas que es muy respetado en el mundo de los negocios. El presupuesto de su gobierno desde el 2017 da prioridad a la tradición chilena de prudencia fiscal y detiene el paquete de estímulos. La familia y su bienestar es su bandera. Luchar por mantener la calidad de vida de su pueblo, su consigna.

En Brasil, un país de 206 millones de habitantes —la mitad de la población de América del Sur. La izquierda gobernó hasta que se evidenció la corrupción. No olvidemos de allí viene ese pulpo con tentáculos internacionales llamado Odebrecht.

Contrario a lo que algunos creen Brasil es izquierda. El Partido de la Social Democracia Brasileña, que se originó como oposición a la dictadura militar antes de convertirse en el grupo conservador que ahora sustenta la coalición de Temer, ganó ampliamente en los comicios municipales. Un miembro del partido, João Doria, antiguo presentador de un reality show que incluía despedir a los participantes al aire, logró la victoria en la alcaldía de São Paulo, la ciudad más grande de Brasil.

Y es que los pueblos se cansan de los mismos, con lo mismo.