Por Alfonso Hamburger

La primera señal de que íbamos a adentrarnos a un mundo diferente, aquel que aprieta al forastero, que le hace zumbar los oídos- lo cautiva o lo enferma- se dio en Sincelejo, cuando apenas llevábamos doscientos metros en una puerta a puerta. Llovía a raudales en la capital. Caía el primer aguacero grande el año y las caras eran alegres, al lado de los rimeros de patilla. Eran un poco más de las dos de la tarde del jueves 21 de marzo, previo a la primavera. Los cuatro compañeros de la Unión de Escritores (Jorge, William, Indalo y Ricardo) coparon el cupo completo del auto que estaba de partida. Y a mí me tocó compartir el viaje con dos mujeres veteranas que me miraban sin disimulo – madre e hija, que habían visitado al médico, atrás- y adelante, al volante un joven alegre y desabrochado, a su lado una bella joven de nalgas perfectas y ojos almendrados. Es su hermana, estudiante de psicología. No solo es hermosa, sino que es mandona.
Aquella señal se dio porque no salimos directo a Majagual, compa pensaba. Llovía, pero había más tiempo en el cielo. Sería una tarde de pajaritos. Sin ningún remordimiento, el conductor nos llevó a otro lugar, donde recogió a la joven mujer, a quien esperamos diez minutos en medio de la lluvia y el calor pegajoso que espetaba el pavimento usado. Después, ni corto ni perezoso, como quien lleva tres gajos de plátanos, el conductor entró a una gasolinera a surtir el tanque del auto. Protesté. Lo hice en broma y en serio. Esta es la cultura Torcoroma. ¿A quién se le ocurre molestar de esta manera a los clientes, incomodándolos en una estación de servicio, lo que resulta peligroso e ilegal? El joven conductor, en vez de bravuconear, lanzó su mejor sonrisa. La bella joven me torció sus ojos almendrados.
– Es que este auto vino hace poco de Majagual y a mi hermano ni le dio tiempo de comer, aclaró la bella dama, a quien no le alcanzaba a ver su rostro, porque iba tras su asiento, parte derecha.
– Es que debió hacerlo antes de recoger los pasajeros. Es la vieja cultura Torcoora, protesté.

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majagual 4
 EL CAÑO ANTES DE LLEGAR A SAN MARCOS. A. HAMBURGER)

Germán Guerrero, actual concejal de Majagual, dueño del taxi- modelo 2018- lo que le permite tomar las curvas a 140 kilómetros por hora, se puso al volante y nos fuimos a Majagual. Antes de salir de Sincelejo nos entretuvo hasta Sampues con un noticiero popular y después nos encendió a vallenatos de Farid Ortiz sin ninguna clase de piedad.
Me cerré a mi celular para obviar el monólogo, porque la mujer que iba a mi lado, la más vieja, en el centro, estaba enferma y casi muda. Venia de consultar al médico. Unos vahídos la llevaban loca. Para caminar tenía que apoyarse en otra persona. Su hija, en cambio, de 43 años, separada y madre de dos hijos ya mayores, me miraba por encima de su madre, desde el extremo. Percatándome de su mirada insistente, me reacomodé mi sombrero. Suspiré un poco.

El viaje fue liso y delicioso. Pronto llegamos a San Marcos, que tiene Ara y Olímpica. El haber avanzado tan rápido merecía un reposada. Los de atrás no vendrían muy lejos si se apuraban. German, quien conducía con cierta holgura, invitó. En una panadería comimos pan con café caliente.
Al volver al auto, la mujer más joven hizo lo posible para quedar a mi lado, entonces sí que pudo contar sus historias. Ahora era la más vieja la que me miraba por encima de la hija. Se quedaron en San Roque, al lado del caño La Ventura. Ya éramos amigos. Los Mojaneros son solidarios y fáciles pata entrar en dialogo.

El conductor, dueño del auto, resultó ser un concejal de Majagual en oposición al Gobierno, a quien le resulta más práctico conducir un auto diariamente que entrar a una sesión del cabildo. Por lo menos se pone un sueldo de seis millones, mientras va conquistando corazones. Caza corazones y votos. De seguro será reelegido, porque su manera de conducir y de saludar, le da muchas simpatías, aunque no se abroche el cinturón de seguridad.
El primer contacto con la Mojana profunda lo habíamos vivido poco antes, cuando llegamos a La Sierpita y hallamos u rebullicio de gente en la carretera, perfectamente asfaltada. Estaban terminando de construir las corralejas, que era para todos ellos un acontecimiento. Había toros desde el viernes. Las casetas y las llaneras, esperaban dispuestas con sus sillas y mesas, mientras la policía hacia controles.
Así como se surtió de combustible con los pasajeros adentro, Guerrero jamás se puso el cinturón de seguridad ni pidió a sus pasajeros que se los hincaran, conduciendo a 140 kilómetros por hora.
El auto y los pasajeros también nos paramos a ver el espectáculo de la corraleja aun sin comenzar. German saludó de mano a uno de los policías, como si tuvieran mucha confianza.
Enseguida arrancó hacia Majagual. Le pregunté que si los policías no ponían problemas por no llevar el cinturón de seguridad abrochado. Me respondió, con la mejor sonrisa:

– Yo soy el patrón de ellos!
Comprendí que estábamos entrando en otro mundo, el de la informalidad, ahora lleno de patillas.
( Continuará).