Así traquetean en el Caribe.
– Alfonso Hamburger narra cómo fue atracado en Sincelejo y el día que una dama quiso pedirle un autógrafo a su atracador.
Un intruso que penetró al taller donde reparaban mi auto rompió nuestra amena charla y cuando volteé la mirada a ver quién era, el tipo me estaba apuntando con un revólver 38 largo. Conmigo éramos seis los que tertuliábamos esa mañana del lunes santo y el tipo solo quería conmigo, porque al resto ni los miró.
-¡Dame la plata que sacaste del cajero, hijueputa o te pego un tiro!
Tal fue su amabilidad a esa hora del desayuno. El revólver empuñado sobre el tambor, parecía de verdad. Mis compañeros sorprendidos, creían que era un amigo que me mamaba gallo, pero no. El tipo gritaba, desesperado, como si yo le hubiese arrebatado la tal plata que reclamaba. El revólver que empuñaba solo mostraba su reluciente cañón. Su mano le tapaba el tambor de las balas. Mientras me deshacía del celular que tenía en la mano, tirándolo a los pies del mecánico, me acordé que aún no sabía en qué pueblo me iban a enterrar, si en San Jacinto donde nací o en Sincelejo, donde llevo 23 años de residencia. Yo me di por muerto, porque el sicario me tenía a dos metros y no tenía ningún segundo para escapar. Era lunes santos, ya dije. Por instantes se me había olvidado que a las 10:47 minutos había sustraído un dinero en el cajero de la Plaza de Majagual, de donde tomé una moto que me trajo a este taller a desvarar mi auto, donde un loco me apunta con un arma. No alcancé recibir el auto, porque el mecánico de turno me llamó para que respondiera varios temas del folclor, que a esa hora comentaban entre seis. Me sentía en mi habitad natural. Me encanta el tema:
– ¿Cuándo murió Julio Fontalvo?, preguntó uno de los contertulios, el señor canoso, trabajador de la Fiscalía, que tiene un Ford Festiva blanco en este mismo taller.
– En abril pasado cumplió un año, respondí.
La mayoría de nuestros juglares habían muerto pobres, como el caso de Julio de la Ossa, no obstante de haber ganado los festivales vallenato y sabanero. Vinieron unos y otros temas, hasta que llegamos a las bodas de oro de la banda 19 de Marzo de Laguneta y Don Miguel Emiro Naranjo Montes. Yo les iba a decir que era un líder tan reconocido y acatado, que podía parar la banda en la mitad del sol y de allí no se movían a buscar sombra si él no les daba otra orden, cuando sentí el frio cañón.
– ¡Deme la plata o le pego un tiro!
El haber lanzado el celular de última gama, que había adquirido solo la semana anterior, me puso al filo de la muerte. Sustraje la billetera de mi bolsillo delantero y se la entregué, sin dejarlo reaccionar por el celular.
– Es la plata, hijueputa- me dijo-, mientras me revisaba los bolsillos.
– La plata va en la billetera, le reafirmé.
– No te pares porque te pego un tiro, le advirtió al mecánico, que estaba cerca de mí, con el celular pisado. La rula desvainada, con la que acostumbra sentarse, estaba a tres puestos, inalcanzable. Fueron segundos eternos, como los que tiene un goleador para tirar al arco o poner el pase al mejor ubicado. Decisivos entre la vida y la muerte.
El sicario dio media vuelta, apuntándome aun y salió del taller. En la puerta de hierro, inmensa, una moto lo esperaba. La placa la llevaban levantada, pero aun así, el atracador le puso la mano para ocultarla del todo. Espero que haya quedado grabada en la cámara del almacén vecino, que apunta para abajo.
-No se paren porque les doy plomo, gritó, antes de subirse a la moto. Se metió el arma en la pretina y se fueron hacia el centro de Sincelejo. A dos cuadras está un SAI de La Policía, que ni se molestó.
Yo estaba paralizado del susto, pensando en que no sabía aun donde me hubiesen enterrado de haber muerto en el trance. No había pensado en eso. Tampoco quiero pensarlo ni definirlo ahora. Ni siquiera llamamos a la Policía, que se presentó veinte minutos después a recoger datos. Habíamos quedado congelados. Habíamos pasado de la euforia de los cuentos, de la alegría de la tertulia, a un desasosiego tenaz. ¿Para qué denunciar? La Policía, con esa desmoralización en que anda, tiene las manos atadas.
El hombre que me atracó no es fácil de identificar, porque es un tipo muy común en la zona. Tenía cachucha, unos 33 años, es robusto, estatura como la mía (mediana), cara redonda y de aspecto achinado, zenú. Nariz fileña.
Obvio, pienso ahora que le comento a los policías, que el tipo que me trajo en la moto me vendió. Me hicieron el seguimiento y al ver mi aspecto de ejecutivo, bien vestido, creyeron que había sustraído una cantidad muy grande del cajero. El agente que tomó el caso me mostró varias fotografías de reclusos- ilegalmente- porque con los delincuentes no se puede jugar limpio ya que nos sacan ventaja. Eso me advirtió el agente. La Fiscalía entraba en vacaciones colectivas por la Semana Santa y ellos son los que autorizan a la Policía para que haga identificaciones individuales. Eso implica todo un protocolo que sin duda beneficia al delincuente. Abrió una carpeta del computador reiterándome su advertencia de la ilegalidad. Aún tengo el rostro del atracador confundido en mi mente. Dos o tres se me parecían, pero no estaba seguro. Al único que identifiqué fielmente fue al alias “El locutor”, del