POR ALFONSO HAMBURGER
Aunque la voz de la secretaria aquella sonaba dulce, no estaba nada confiado. Había devuelto una llamada perdida, tal como rezan los cánones del buen caballero. Nadie en este pueblo se llama como yo y pese a que me habían trastocado los apellidos, no había escapatoria, que ya vislumbraba, cuando ella me dijo, no sin dificultades para acomodar la noticia: “le vamos a aplicar la prueba contra el coronavirus, si está de acuerdo, claro”.
Fue en donde caí en cuenta de la responsabilidad que aquello implicaba. Más bien era temor, como si el anuncio fuese la misma muerte. Medité. Primero crean el miedo humano de que te coge el cucú y después zas la vacuna. Generan el miedo colectivo y después el decreto de emergencia, ni pintado para robar.
Aquel funcionario, de los tantos que se volvieron periodistas de la noche a la mañana, calificó la noticia como todo un experto chambón: “Les tengo noticias buenas, compatriotas, los paquetes nutricionales- ¿Dónde se hallaría tan atractivo nombre?- están bien surtidos y completos”. Y con el tapaboca puesto- y detrás de él un número de áulicos que le coreaban-, casi que no alcanzaba a alzarse en el hombro aquel enorme saco nutritivo que sólo se vio en la televisión, porque a los hambrientos le llegaron en bolsas. Lo de la televisión parecía un montaje. Entonces se armó la de Troya. La chanchita, a vuelo de pájaro, representó una mordidita de casi mil o más de mil millones de pesos. Después las cuentas no daban. Que el transporte, que el embalaje. Estaban embalados eran ellos. Aquella voz gaviriana se acalló, entonces se generó la crisis.
Ahora yo estaba allí, impertérrito, en espera de que la enfermera me confirmara “si era yo o no era yo” al que habían llamado para la prueba del covid 19. Mientras ella consultaba con su jefe, pensé que la vaina era más compleja y serio de lo que había pensado: ¡me iban a hacer la prueba!. Y yo, que pocas veces tomo a la gente en serio para no volverme loco, estaba allí, empezando a cambiar de colores. ¿Y si doy Covid positivo? ¿Dónde me voy a confinar? ¿Me meterán el plato de comida por una hendija? ¿Me pasará como a Gabriel Escorcia Graviny, el de la miseria humana por su lepra?
Me estaba devanando el hilo de los sesos cuando la secretaria volvió y me da las gracias por esperar. Deletreo cada uno de los números de mi cèdula de ciudadanía, made in san Jacinto, en diciembre del año tal. Era el mismo, pero con los apellidos alterados. Un funcionario de mi EPS, muy eficiente por cierto, vendría al conjunto residencial donde vivo, bajo severas medidas de seguridad. Calculen ustedes. En estas 29 casas no entra ni el gas ni el Papa de Roma ni si viene en persona. Ni el Alcalde ni a su jefe de prensa, que vino a traerme unos mercaditos y no lo dejaron entrar. Tampoco al jefe del periodismo organizado. Nada. La ley es para todos. Hasta para los perros. Por la mañana me dolió el haberle dejado la mano estirada a un primo que vino del pueblo. Solo dodos nos dimos. Ni tintos ni cervezas ni agua. Váyase. Lo siento, primo, algún día habrá tiempo para pegarnos otra cogida. Casi que se fue llorando. Aquí viven nueve médicos que entran y salen en sus autos de vidrios oscuros. Ya en el conjunto vinieron a hacer pruebas y se formó un rumor espeso y pendenciero.
La secretaria buscaba la forma de echar hacia atrás la medida, porque no era obligatoria. Pero qué tal que resultase positiva? Nosotros ya estabamos enfermos antes que llegase la peste. Nos meten la noticia por todos los poros, como al más famoso cantante de moda. Algunos periodistas hablan de record, como si estuviesen trasmitiendo un partido de fútbol o de béisbol, como si fuese una competencia, una disputa a ver qué ciudad tiene mejores numeritos.
Por lo pronto me han empezado a dolores los huesos, tres veces he tenido frio de perros, me duele la garganta, tengo una tos seca y un tenaz dolor de cabeza.
Caí en cuenta que hasta que no nos toca, no entendemos las dimensiones de la peste y ahora quedo esperando la fecha, porque decidí que en mi casa, y en presencia de mis hijas, no. Sólo la prueba- aunque sea por mera rutina- es bastante incomoda- me dice la secretaria-porque le meten un hisopo por la nariz a uno, especie de manguerita plástica por las fosas nasales. Ahora calculen ustedes, cómo serpa un respirador artificial y una entubación. La sola palabra electrocardiograma, mató a mi mamá. Me muero de miedo. Desteto los hospitales y los ataúdes.
Me declaro un pésimo enfermo.