Por: Darío Martínez

Ex senador de la Republica

El Congreso hizo un esfuerzo al aprobar el acto legislativo de equilibrio de poderes con el apoyo del Gobierno, el cual por decisión de la Corte Constitucional ha quedado reducido a la mínima expresión.

La Corte declara inconstitucionales sus dos pilares fundamentales: el Consejo de Gobierno Judicial y el Tribunal de Aforados. Este fallo retrograda el derecho público, altera la separación de las ramas del poder público, menoscaba la función constituyente del Congreso y ahonda la crisis de la justicia.

No de otra manera se puede concluir que dos organismos cuestionados éticamente e ineficaces sean restaurados sin pena ni gloria. Es muy difícil entender que la Comisión de Acusación de la Cámara continúe haciendo honor al fuero de la impunidad de que gozan los altos funcionarios del Estado y que sean los magistrados reales o potencialmente investigados por ella quienes, existiendo conflicto de intereses, escojan su propio juez. Tampoco es fácil asimilar por qué no se puede, a través de una reforma a la Carta Política, sustituir una comisión de creación legal.

El progreso de la democracia constitucional no puede darse a costa de la democracia política, por cuanto desconstitucionaliza el sistema político y desequilibra el ejercicio del poder público. El poder de revisión constitucional de la Corte es un poder constituido, que, de no ser sometido a limitaciones y controles, se convierte en un poder absoluto y omnímodo, en “poder salvaje”.

Surge una sui géneris dictadura de los jueces constitucionales, que mina poco a poco nuestro derecho constitucional de estirpe liberal. Deliberadamente se ignora la proclama de la Revolución francesa, consistente en que una sociedad carece de constitución cuando no se asegura la separación de poderes.

En esta ocasión, la Corte Constitucional ha justificado su decisión en la defensa de la autonomía e independencia de la justicia, que es precisamente lo que pretendía honrar y garantizar el Congreso al acabar con la Comisión de Acusación y el Consejo Superior de la Judicatura.

La rigidez constitucional inventada por la Corte, que sólo aplica para el Congreso y no para ella, hace inmodificables determinadas instituciones y normas superiores. Específicamente, en la administración de justicia, tapona reformas necesarias y urgentes para su buen funcionamiento. Las cláusulas pétreas jurisprudenciales, según los vaivenes no siempre jurídicos, como en el caso presente, autoconsagran un suprapoder extraconstitucional que puede conducir al rompimiento del paradigma del Estado constitucional de derecho, que excede el simple activismo judicial. ¿Quién le pondrá cascabel al gato?