Tras dejar la presidencia el pasado 20 de enero, Donald Trump fue recibido por sus seguidores en Palm Beach.
Intentar entrar en una isla a la que pocos días antes ha llegado un expresidente de Estados Unidos con la idea de convertirse en un vecino más no es tarea sencilla.
Menos si ese expresidente es Donald Trump, con toda la pasión, el fervor, la controversia y las medidas de seguridad que lo acompañan.
Carreteras cortadas, desvíos obligatorios y un férreo control policial hacen que sea imposible acercarse a Mar-a-Lago, el resort donde Trump ha pasado largos fines de semana y períodos vacacionales en estos últimos cuatro años y donde ahora tiene intención de establecer su residencia permanente.
¿Cómo es este selecto rincón del sur de Florida que Trump definió como paraíso en la Tierra?Saltar Quizás también te interese y continuar leyendoQuizás también te interese
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Un lugar de retiro
Palm Beach es una ciudad que durante todo el año tiene apenas 11.000 habitantes, una cifra que se triplica en temporada alta (de noviembre a abril), cuando llegan las llamadas «aves migratorias», personas que normalmente residen en lugares más fríos del país.
Separada del continente por una enorme masa de agua, el lago Worth, los residentes hablan de su ciudad como una isla a la que se puede acceder por la carretera de la costa o a través de una serie de puentes, uno de los cuales conduce directamente hasta Mar-a-Lago.
Después de manejar una hora y media desde Miami, me dirigía hacia él cuando me encontré con la primera barrera: un letrero con una gran flecha que desviaba todo el tráfico hacia la izquierda.
Quería seguir el recorrido que hizo el convoy que transportó a Trump y familia el pasado miércoles 20 de enero, horas después de haber abandonado la Casa Blanca y la presidencia del país.
Ese día, decenas de seguidores colocados a ambos lados de la carretera le dieron la bienvenida con banderas y carteles de apoyo.
Este viernes, lo que había era un caos de autos que daban la vuelta en busca del camino para poder llegar a su destino.
Los atascos y los cortes de carretera son la principal fuente de frustración para una comunidad de personas que, en su mayoría, eligieron Palm Beach como lugar de retiro para no tener que lidiar precisamente con estos fastidios de la vida diaria.
Lujo por todas partes
Encontrada la alternativa para acceder a Palm Beach, llama la atención el contraste con la ciudad que queda atrás, West Palm Beach. No son solo lugares separados por un puente, sino también por millones de dólares.
Grandes fincas escondidas tras la maleza, con enormes arbustos y plantas cubriendo los muros, una playa larga y estrecha, tiendas de moda con las firmas más exclusivas, galerías de arte y restaurantes con terrazas al sol esperan al curioso visitante.
Los residentes, sin embargo, no se muestran tan abiertos hacia quienes llegamos de fuera.
Ante la pregunta de cómo se sienten ahora que Trump no está de paso, la mayoría prefiere no contestar.
Melissa, una joven que fuma en el exterior de la tienda de ropa en la que trabaja en la avenida Worth, eje del lujo comercial de la ciudad, le dice a BBC Mundo que para ella nada cambia.
«Trump lleva cuatro años viniendo a Mar-a-Lago como presidente, y antes de eso también venía, estamos acostumbrados a los controles y las esperas. Lo único que cambia es que ahora somos más conocidos, aunque la atención también pasará».
No todos los vecinos asumen la presencia de Trump en la ciudad con tanta naturalidad.
Una batalla legal
«He recibido correos y llamadas de residentes que no quieren que el presidente viva en el condado de Palm Beach», le cuenta a BBC Mundo Mack Bernard, comisionado del condado de Palm Beach para el distrito 7, al que pertenece Mar-a-Lago.
«Él está en la ciudad, tendrá que alcanzar un acuerdo con la ciudad para ver si puede continuar usando Mar-a-Lago como residencia, tengo entendido que hay limitaciones» explica.
Las limitaciones a las que se refiere el comisionado datan de 1993, año en el que Trump y el Ayuntamiento de Palm Beach firmaron un pacto por el que el entonces magnate recibía permiso para transformar la mansión en un club social, pero con la contrapartida de no poder usar el edificio como residencia.
Según el convenio, las estancias en el club solo podían ser de 21 días al año, distribuidos en tres semanas no consecutivas. Además, se le imponía al club un máximo de 500 miembros y Trump se comprometía a que al menos un 50% de esos miembros residieran o trabajaran en Palm Beach.
El pasado 15 de diciembre, el abogado Reginald Stambaugh en representación de la familia DeMoss, propietaria de una finca junto a Mar-a-Lago, envió una carta al ayuntamiento y al Servicio Secreto de Estados Unidos en la que denuncia la violación del mencionado acuerdo.
«Según el acuerdo de uso de 1993, Mar-a-Lago es un club social y nadie puede residir en la propiedad», escribió Stambaugh.
«Para evitar una situación embarazosa para todos y darle al presidente tiempo para hacer otros planes de vivienda en la zona, confiamos en que trabajarán con su equipo para recordarles los parámetros del acuerdo de uso [de la mansión]», proseguía la carta.
«Palm Beach tiene muchas propiedades encantadoras a la venta y seguro que puede encontrar una que satisfaga sus necesidades».
Sin embargo, el expresidente hizo caso omiso de esta misiva y la Organización Trump emitió un comunicado que decía: «No hay un documento o acuerdo en vigor que prohíba al presidente Trump usar Mar-a-Lago como su residencia».
Una figura extravagante
Conocedores de Palm Beach como el cronista social Laurence Leamer o el agente inmobiliario Rick Rose han apuntado en distintas entrevistas que el desprecio de una parte de la sociedad de Palm Beach hacia Donald Trump no es nada nuevo.
El periodista Ronald Kessler, autor de más de 20 libros sobre la Casa Blanca, el Servicio Secreto y agencias de inteligencia como el FBI o la CIA, cree que esta imagen de rechazo se está exagerando.
En entrevista con BBC Mundo, Kessler recuerda que, tanto en 2016 como en 2020, una mayoría de la gente de Palm Beach votó por Trump.
«Siempre ha habido la conocida ‘vieja guardia’ que tiende a ser antisemita y antinegros y a la que [Trump] nunca le cayó bien. El club de Trump admitía negros y judíos», indica.
«A algunos no les gusta su estilo, piensan que es extravagante, algo en lo que casi todo el mundo está de acuerdo, pero creo que es solo eso, un segmento de la población».
Para Kessler, la idea de la carta no tiene fundamento legal.
«El hecho de que vaya a vivir allí no es tan distinto de lo que hacía cuando era presidente, que estaba de viernes a domingo o dos semanas en Navidad, o incluso antes de la presidencia», afirma.
La ciudad de las donaciones
Palm Beach es el segundo municipio del condado del mismo nombre y recibió categoría de ciudad el 17 de abril de 1911, tras descubrirse que la vecina West Palm Beach iba a intentar anexarse la isla ese mismo año.
Después de más de 100 años de elegante evolución, Palm Beach es una comunidad volcada en los eventos sociales, no en vano el conjunto de sus residentes dona más dinero per cápita a organizaciones caritativas que cualquier comunidad de todo Estados Unidos.
«La ciudad gira en torno a los bailes caritativos que se organizan», señala Ron Kessler.
«Ponen tanta atención en las decoraciones y en la comida como en el dinero que donan. Hay comités para estos bailes, se dan peleas internas para ver quién es el miembro de la alta sociedad más querido o la reina social de Palm Beach», agrega.
«Esa es su industria. Son todos ricos, no necesitan trabajar, por lo tanto, tienen esa forma de socializar y estas jerarquías».
Mar-a-Lago
Trump aterrizó en ese ambiente en 1985 cuando compró Mar-a-Lago por US$10 millones.
La mansión de 126 habitaciones había sido propiedad de Marjorie Merriweather Post, dueña de General Foods, que murió en 1973 y se la dejó en herencia al gobierno de Estados Unidos como una posible «Casa Blanca de invierno».
El gobierno la devolvió en 1981. Después de comprarla, Trump se gastó millones en rehabilitar la propiedad mientras vivía allí por temporadas, generalmente entre noviembre y mayo, cuando el clima de Florida es atemperado.
A principios de los 90, Trump entró en dificultades financieras por la caída de los precios de los inmuebles y el fracaso de varios de sus negocios y le dijo al ayuntamiento que no podía hacerse cargo de los US$3 millones anuales que costaba el mantenimiento.
Fue entonces cuando se firmó el acuerdo por el que Trump pudo convertir Mar-a-Lago en un club social en el que, hoy día, los miembros pagan una cuota inicial de US$200.000 y una tarifa anual de US$14.000.
«Mar-a-Lago es lo más cercano al paraíso. Lo dice Trump y yo estoy de acuerdo», sostiene Ron Kessler, que ha visitado el lugar en varias ocasiones.
«Cualquiera que está allí queda deslumbrado por la belleza, el follaje, el agua a los dos lados de la isla, el beach club que está en el océano, las dos piscinas climatizadas a unos 25 grados todo el año, la comida, las bebidas… es espectacular, una maravilla».
Autoridades esquivas
La descripción que realiza el escritor estadounidense encaja con el porte de las otras mansiones que se adivinan detrás de las verjas y las frondosas palmeras.
Cuando intento acercarme a Mar-a-Lago desde la zona norte, una barrera similar a la que había en el puente indica que el paso de todos los vehículos, excepto los de los residentes, está prohibido.
Hay un control policial a un kilómetro y medio de distancia de la casa de Trump. Los agentes explican que el perímetro seguirá activo durante unos días.
«Poco a poco recuperaremos la normalidad, ahora está todo muy reciente y las amenazas son reales«, nos dice uno de los policías.
Tanto la Oficina del Sheriff del condado de Palm Beach como el Departamento de Policía de la ciudad responden a nuestras preguntas con el mismo mensaje: «La prioridad es garantizar la seguridad no solo de Trump sino de todos los residentes».
Respecto a la disputa por la posible residencia permanente de Trump, las autoridades de la ciudad se muestran esquivas.
Desde el Ayuntamiento, la alcaldesa, la republicana Gail Coniglio, no reacciona a nuestra solicitud de entrevista.
El administrador de la ciudad, Kirk Blouin, nos hace llegar un escueto mensaje: «El Ayuntamiento no está al tanto de la intención de Trump en este sentido. Cuando sepamos, como un hecho, que el presidente Trump pretende residir en Mar-a-Lago abordaremos el asunto de la forma apropiada».
Una función positiva
Por su parte, el comisionado Mack Bernard, del gobierno del condado, intenta encontrar las ventajas de tener una figura tan relevante en el vecindario.
«Cuando tienes un expresidente que vive en tu distrito, mi forma de pensar es preguntarme qué cosas positivas pueden salir de esto», le dice Bernard a BBC Mundo.
Para el comisionado, Trump podría ayudar a la ciudad y al condado a abordar mejor los problemas causados por la pandemia.
«Tenemos muchos residentes que no han sido vacunados y también hay muchos de sus seguidores que no creen en el distanciamiento social o en la importancia de llevar mascarilla», expone.
«Al igual que hay expresidentes que adoptan causas que son monumentales y pueden cambiar el país, espero que mientras Trump sea uno de nuestros residentes use su poder y su micrófono para influir en la actitud de sus seguidores y abogar por que los residentes del condado de Palm Beach sean vacunados».
Queda por ver si los reservados habitantes de Palm Beach verían con buenos ojos esta nueva función del expresidente y terminarían por acogerlo como uno de los suyos.