El Estado Islámico reivindicó el sábado los atentados en París que dejaron más de 127 muertos y 200 heridos. El ataque que golpeó el corazón de Francia, después del atentado de enero en el mismo país, generó una fuerte reacción tanto en la población, como en el Gobierno y la comunidad internacional.
Un ataque terrorista de este estilo y magnitud genera una preocupación generalizada debido a que evidencia la vulnerabilidad de los países occidentales a los ataques de E.I., la falta de entendimiento de los gobiernos tanto de las estrategias de estos grupos como su uso de la identidad para radicalizar a sus miembros, al tiempo que la complicidad de ciudadanos occidentales en la comisión de ataques que afectan a su propia nación.
Pero más allá de eso, revela cuatro verdades incómodas: el reclutamiento de occidentales en las filas de E.I. a través de la explotación de dolencias e identidad, la radicalización de occidente, la eficiencia política del terrorismo, y el hecho que solo un ataque a occidente genere indignación y llamados de acción verídicos.
Y es que el E.I. cuenta con más de 12.000 miembros de occidente, lo cual desconcierta a los gobiernos, quienes no han desarrollado políticas certeras para afrontar este riesgo. Al respecto, el presidente francés Hollande planteó estas acciones como un acto de guerra, «un ataque organizado y planeado al exterior del país, y ejecutado con complicidad interna».
Frente a esta realidad, la investigación realizada por autoridades francesas han demostrado que los ataques fueron perpetrados o apoyados por ciudadanos europeos en la sala Bataclan, el este de París y el Estadio de Francia. El primer perpetrador en ser identificado fue Ismaël Omar Mostefaï, un joven de 29 años, con padre argelino y madre portuguesa, nativo de Courcouronnes en Francia. Así mismo, tres hermanos franceses, los hermanos Salah, quienes colaboraron en los ataques, uno perseguido actualmente por la policía, otro fallecido en el ataque y el último capturado en Bélgica un día después del atentado. Igual de desconcertante fue la demostración de entrenamiento militar de los participantes, conclusión resaltada por miembros de la policía al recolectar los testimonios de los sobrevivientes de los ataques.
Lo cierto es que el rastro lleva a Molenbeek en Bélgica, un lugar donde se han asentado inmigrantes árabes y del cual se ha conocido surgen actos de violencia. Los carros vistos por los testigos en el lugar de los ataques, un VW Polo y un Seat León negros fueron alquilados en Bélgica. Así mismo, este era el lugar de residencia de Amedy Coulibaly, quien estuvo involucrado en el asalto a un supermercado judío en enero, y del cual se sospecha llevó las armas a esa zona. De igual forma, también era el lugar de residencia del francés Mehdi Nemmouche, quien atacó el Museo judío en Bélgica, asesinando a cuatro personas en mayo de 2014.
Por su parte, en el lugar de los hechos se encontró un pasaporte de emigrante sirio (cuya entrada fue registrada en Grecia), y si bien su autenticidad no está comprobada, pone en evidencia la «radicalización» de occidente. Esto es muy similar a lo ocurrido posterior a los ataques del 11 de septiembre tanto en la opinión pública como en el gobierno estadounidense: el islam es terrorismo. Y es que la generalización es un arma de doble filo, particularmente teniendo en cuenta que este tipo de reacciones lleva a una discriminación identitaria que lleva a más radicalización, es un ciclo.
Lo cierto es que este descubrimiento ha mayor discriminación frente a los inmigrantes sirios. Varios países de la Unión Europea han radicalizado su discurso en contra de recibir a estos inmigrantes, y con esta novedad, han justificado el peligro que representan para la Unión Europea y occidente como tal.
Por su parte, el terrorismo es una herramienta política que pretende influenciar a los tomadores de decisiones a través del pánico. Si bien se alega que los terroristas durante el ataque ratificaron la intervención en Siria e Iraq como causa, es claro que su objetivo no era frenar los bombardeos con el ataque. El E.I. probablemente había calculado que un ataque de este estilo genera indignación, y por lo tanto, los franceses si no lo hacían antes iban a apoyar ataques en Siria por retaliación. Muy seguramente no esperaban que simplemente se cancelaran los bombardeos.
Francia lanzó el día de hoy el mayor ataque aéreo a las zonas controladas por E.I., específicamente su autoproclamada capital Raqqa en Siria, afectando los centros de mando y de entrenamiento del grupo yihadista. Ben Rhodes, asesor adjunto de seguridad de la Casa Blanca, afirmó que “está claro que tenemos que esforzarnos más, parte de lo que estamos haciendo aquí es buscar contribuciones adicionales para ayudar a repartir la carga de esta operación”. Agregó que “en los próximos días se aumentará la intensidad de los ataques para dejar claro al ISIS que no tienen ningún santuario”. Así mismo, aseguró que el apoyo a las milicias kurdas están dando resultado.
Los ataques no solo buscan generar pánico y demostrar el alcance del E.I., sino que pretenden evidenciar la incapacidad de los gobiernos de enfrentarlos y de proteger a su población, al tiempo que afectar la toma de decisiones racionales de los Estados occidentales, ahora bajo una fuerte presión pública. Y aquí surge la tercera realidad incómoda, la eficiencia política del terrorismo.
Cabe preguntarse si en realidad el objetivo era lograr que se cancelaran los bombardeos o una simple venganza. Por ejemplo, para el E.I. acciones bélicas de los países occidentales que cobren vidas de civiles son una herramienta perfecta de validación de su discurso, de reclutamiento y de justificación de sus acciones. La venta de E.I. y su consolidación depende también de demonizar a occidente, y un bombardeo indiscrimadado que afecte a la población civil es precisamente un caldo de cultivo para conseguir apoyo. El ciclo de victimización es precisamente el estímulo del ciclo de guerra y el E.I. sabe esto.
Por su parte, el impacto del atentado ha redundado en la comunidad internacional. En la reunión del G20 el día de ayer el tema principal fue el terrorismo y cómo combatirlo. El presidente turco y anfitrión, Recep Tayyip Erdogan, inició su intervención en la cumbre diciendo: “el principal interés del G20 suele ser la economía, pero los tristes incidentes [del viernes] nos muestran que no podemos ignorar la relación entre la economía, la política y la sociedad”. Añadió que “espero que esta cumbre del G20 sea un momento histórico para la lucha contra el terrorismo y la crisis de los refugiados”.
Y es aquí donde se evidencia la cuarta realidad incómoda. En el último mes, Ankara, Turquía sufrió un atentado terrorista cuyo objetivo fue una marcha organizada por grupos prokurdos, que resultó en 102 muertos. De igual forma, un día antes de los atentados en París, en Beirut se dio un ataque terrorista por un bombardero suicida a un mercado, el cual cobró la vida de 40 personas. No obstante, a estos ataques no se manifestó el nivel de visibilidad y posterior solidaridad que se dieron en el caso de París.
Mientras la comunidad internacional manifestó su apoyo, propuso monumentos, exaltaron la bandera francesa, estos países fueron olvidados. La disparidad de reacciones demuestra que un ataque en lo que se considera «casa», es decir occidente, sí afecta a la comunidad internacional, pero los ataques en países árabes o musulmanes es simplemente visto como el día a día de ellos, como algo normal. Y esta es la percepción actual de los ciudadanos libaneses.
Cabe cuestionarse si esta mentalidad es precisamente contraproducente en la ofensiva contra el terrorismo y si puede generar aún más resentimiento en contra de occidente.