Por: Sofía Gaviria Correa*

En estos días, en los que el Gobierno está haciendo aguas, no solamente por su baja eficiencia y por sus atentados contra el equilibrio de poderes, sino también por el gravísimo hecho de que su máximo responsable esté siendo salpicado por un oscuro escándalo de corrupción, queremos aprovechar el espacio de esta columna para referirnos a tres temas fundamentales de la vertiginosa política colombiana.

Para empezar, hablemos del zoológico en el que se ha convertido nuestra democracia:  de la paloma de la paz, pasamos al conejo que se les hizo a las víctimas y a los ganadores del plebiscito, y ahora estamos frente al elefante, la especie migratoria que se presenta en tiempo de campañas políticas y que aparece a espaldas de los candidatos. Esta singular especie no solo está hinchada de topes de financiación volados, sino también de lavado de activos y sobornos que hipotecan la libertad política de quienes se están beneficiando de los recursos que ingresan a sus campañas.

Respecto de este indignante atentado contra la democracia, contra la ética y contra la soberanía nacional, tenemos que recalcar, a través de esta columna, que no es cierto que el Partido Liberal apoye en bloque, irrestrictamente al presidente Santos: no hubo ni votación, ni quórum para tomar ninguna decisión sobre el escándalo de Odebrecht.  Así que, como lo desmintió hace unos días la senadora Viviane Morales, reiteramos que no hay una única posición del partido sobre este tópico y que cualquiera que salga a afirmar lo contrario está yendo contra la democracia y contra la verdad.

Otra prueba de la incapacidad de este gobierno para atender las tareas prioritarias es la dimensión que ha tomado la problemática de la desnutrición.  Esta semana, tuvo lugar en el Senado un debate sobre el drama de la inseguridad alimentaria en el país y en él demostramos un claro incremento en las muertes por desnutrición en este año, en relación con el año pasado y con años anteriores.   Definitivamente, no se están cumpliendo las medidas cautelares de la CIDH para proteger la vida de nuestras comunidades indígenas, especialmente de los niños de la etnia wayuu.  Esta denuncia la hicimos, la semana pasada, en Washington, el senador del Polo Democrático Alexander López y esta servidora, ante el Departamento de Estado de los Estados Unidos y ante congresistas estadounidenses, con el apoyo de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) y Human Rights Watch. Tanto el gobierno americano, como los congresistas se comprometieron a enviar una delegación para hacer el necesario seguimiento a esta causa, absolutamente legítima y urgente, que debe abarcar no sólo a nuestros compatriotas Wayuu, sino también a todas nuestras otras comunidades indígenas, con una prevalencia de desnutrición crónica que oscila entre el 42% y el 52%.

Esperamos que, con la ayuda de la comunidad internacional, logremos vencer la negligencia y la falta de una política articulada frente al que es, sin duda, el problema más grave del país.

Por último, no podemos dejar de referirnos al proyecto de Ley del Jubileo.  Crecí en un hogar profundamente católico, pero, como liberal convencida, he aprendido a respetar y a valorar todas las religiones o la ausencia de ellas, entendiendo que la falta de religión no puede ser sinónimo de falta de valores, de moral o de principios éticos.

Por ese respeto máximo que les tengo a la igualdad de las confesiones religiosas ante la ley y a la libertad de cultos (consagradas en el artículo 19 de nuestra Carta Magna), no creo que la visita del Papa a Colombia,  que corresponde, sin duda, a intenciones absolutamente altruistas, pueda mostrarse como la motivación para esta ley.  Este proyecto pretende compensar el claro desequilibrio que está produciendo la Jurisdicción Especial para la Paz: por un lado, vemos los amplios beneficios que el acuerdo con las Farc representa para los autores de los más atroces crímenes contra la humanidad, y por el otro, la situación de los miles de sindicados, todavía no juzgados, que están padeciendo toda clase de violaciones a los derechos humanos, en las cárceles colombianas y la de aquellos que, habiendo cometido delitos comunes, están pagando penas muy superiores a las que tendrán que pagar las Farc.

Es evidente que ese desequilibrio y que el rechazo de los colombianos hacia el mismo han exigido al Gobierno y a sus irredentos en el Congreso que, en un marco de populismo, presenten un proyecto de ley para enmendar someramente sus flagrantes atentados contra los principios básicos del Derecho.

Siendo una defensora del principio de igualdad de beneficios y de proporcionalidad de penas, espero, sin embargo, que este nuevo afán del Gobierno conduzca a que cualquier sindicado o condenado que vaya a beneficiarse de esta iniciativa pase por un verdadero proceso de resocialización, que ha de ser el fundamento del castigo penal. Ese el gran reto de la transformación de la justicia en un país cuyos índices de impunidad llegan, en ciertos casos, hasta el 98%, cuyo nivel de hacinamiento en las cárceles es del 300%, y cuyas estadísticas de reincidencia son alarmantes a nivel mundial.

La semana entrante, presentaremos ante el Congreso un proyecto de justicia alternativa que hace un estudio comparativo de diferentes procesos en el mundo, para garantizar que las penas sirvan para resocializar y para brindar herramientas que les posibilite vivir en la legalidad a quienes alguna vez delinquieron.

Como insistimos durante nuestro trabajo al frente de la Comisión de Derechos Humanos del Senado, tenemos que hacer todo lo necesario para que en Colombia deje de aplicarse la máxima del romancero español de que, al entrar en una cárcel, “el bueno se hace malo y el malo, mucho peor”.

Los demonios de la corrupción, la desnutrición y la injusticia acabaron con el poco apoyo que tenía este Gobierno. Podemos predecir que, en las próximas elecciones, el pueblo sólo apoyará a quien tenga la legitimidad y la capacidad suficientes para poderlos combatir.

*Senadora de la República

Codirectora del Partido Liberal